Recuerdo cuando el estrés no era ninguno, cuando el mareo no era preciso, ni la velocidad problema. Recuerdo cuando el martes no era un jueves y cuando la vida no era imperceptible, cuando la muerte no era duradera y el tiempo era constante. Recuerdo cuando el recuerdo era esperanzador y la esperanza viva, y la hecatombe un verso desesperado en manos de un poeta incierto. Cuando la poesía era impostada y las hechuras del camino, de huida y vuelta, eran innecesarias y estaban llenas de maleza. Recuerdo cuando el dolor era enfrentado con maestría y el aprendizaje con dulzura, y la enseñanza con fulgor. Cuando el despertar y la mañana no eran uno, pero iban juntos, cuando el descanso y el desfallecer no eran constantes, cuando el mundo y lo inmundo eran recibidos desde la lejanía y no desde la mancha de un recuerdo que todavía se está viviendo. Recuerdo cuando el olvido era un despiste y los despistes tenían gracia, y cuando la suerte era relativa y las desgracias no tan malas, vistas desde el pedestal correcto. Y cuando la marea traía consuelos y el café matutino un placer intenso y el aquí era un ahora cercano, y la certeza de vivir un consuelo. Recuerdo cuando recordaba sin descanso tiempos pasados que ya se han pasado y que nunca se pasaron, y que jamás pasarán de largo. Porque los recuerdos valiosos son tesoros, los momentos llenos son recuerdos valiosos, y el recuerdo de un ayer precioso es un tesoro colmado de momentos llenos. Y es así como las gracias propias, son más importantes que las desgracias ajenas, cuando la necesidad es real; las gracias ajenas, búsquedas necesarias cuando buscas las propias; los recuerdos de lo que buscas ahora, el presente en tus manos.