Entras, sin quererlo ni saberlo,
en un círculo concéntrico con otro que no existe,
al que miras desde fuera, tomándolo de referencia.
y giras, y giras, y giras.
y mareas tus pasos y no llegas a ninguna parte,
y la gente a tu alrededor camina deprisa, para llegar; nadie
sabe dónde.
Tú les ves y te sumas, porque la corriente te lleva hacia
allí.
No hay tiempo para contemplar el pasaje ni para pasar por
aquí.
Se desdibuja todo lo plano y se levanta el relieve de lo más
simple, haciendo del terreno llano una abrupta cuesta tras otra.
No sabes cómo parar, así que no lo haces.
Sólo buscas, aprovechas, una mínima grieta entre la
multitud,
que te deje ver el cielo puramente cromático del atardecer,
o los verdes intensos de un paraje cualquiera,
o los grises desdibujados y azules del día mientras muere,
dejando en el horizonte una línea perdida y errante que
dibuja el terreno al aparecer.
Y entonces respiras un mínimo de aire puro que debes
sostener sobre tu conciencia,
y aspiras a recrearte sobre ello durante al menos un par de
minutos.
Y recoges la fuerza que te arroja y que se pierde por el
camino, entre cosas que hacer y gente que corre hacia ninguna parte, pero
recoges una mínima prueba que debes utilizar en un último intento de subsistir.
Pensando en cuándo volverás a necesitar con tanta necesidad
una bocanada de este calibre (pequeño pero inmenso), en cuánto te durará este
frescor repentino y efímero.
Y piensas que la vida es aprendizaje, y que los caminos
abruptos son maestros que te hacen aprender por necesidad, y que lo que pasas
ahora es parte de la vida, de tu crecimiento, de tu expansión hacia tu
horizonte.
Y sabes que no podrás salir de ese círculo concéntrico hirsuto y
frugal que te atrapa, y que no va a ninguna parte, y que cubre la gente
caminando con prisa.
Y sabes que deberás cuadrar tu propio circulo, y adaptar
tu propio ritmo para no dejarte llevar. Y que deberás aprender a viajar entre
la multitud, con tu desacompasado caminar. Con tu propio caminar.